En la Feria Internacional del Libro de Bogotá se hará la
presentación del libro ‘Santa María del Diablo’ del destacado y premiado escritor
colombiano Gustavo Arango, periodista de origen antioqueño y hoy profesor de la
Universidad del Estado de Nueva York. Por ello, en http://noticiasalsur.co/ Heber
Zabaleta Parra habló con él sobre su vida, obras y el mundo de la lectura y la
escritura.
La escritura, ¿cómo fue su encuentro personal
con este universo?
Siempre quise ser escritor. Me recuerdo a los doce o trece
años, leyendo a Mark Twain o a Julio Verne, y pensando cómo podría hacer algo
semejante. Escribí mi primer cuento como a los catorce. Nací en Medellín pero
desde muy joven pensaba que Cartagena era la ciudad ideal para hacerme
escritor. Estudié periodismo porque vi que muchos escritores habían empezado
como periodistas. Cuando estaba en la universidad les decía a mis amigos, medio
en broma y medio en serio, que trabajaría en El Universal porque ahí
había empezado García Márquez. Llegué a Cartagena a principios de 1989. Tenía
veinticuatro años. Al año siguiente empecé a trabajar en El Universal y
muy pronto tuve la fortuna de estar a cargo del suplemento literario. Aquel
tiempo era una fiesta de la escritura. Además de las crónicas que publicaba en
el periódico, empecé a escribir mi primera novela. La interrumpí por casi dos
años para escribir Un ramo de nomeolvides, mi libro sobre los inicios de
García Márquez. Poco después vine a los Estados Unidos, gracias a una beca que
recibí de la Universidad de Rutgers, y hace diez años soy profesor de la
Universidad del Estado de Nueva York. He
sido periodista y profesor para no “vender” mi literatura. No recuerdo una
época de mi vida en la que no escribiera. Mi equipaje está hecho de cuadernos y
memorias de computador llenas. No me imagino la vida sin la escritura.
Y con la lectura,
¿cuáles son los aportes vivenciales que rescata de esa experiencia para lo que
hoy es usted?
Verne fue mi primera pasión. Cada semana prestaba dos libros
suyos en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Jairo Aníbal Niño fue un
autor que leí con mucho placer, cuando estaba en el bachillerato. Después
descubrí a Cortázar y comprendí que la literatura no tenía que transcurrir
siempre en lugares remotos y exóticos, que lo maravilloso podía hallarse en
casa o en un autobús. De Cortázar
aprendí también que la escritura tiene musicalidad. Muchos de mis primeros
cuentos tienen la influencia suya. Luego asimilé otras influencias y empecé a
explorar y a encontrar maneras propias de decir. García Márquez me dio una
lección de entrega al oficio. Borges me ahorró la necesidad de leer bibliotecas
enteras y me condujo a otras lecturas.
Encontré afinidad con los temas de Beckett. Quise aprender de Salinger la
capacidad para crear escenas y para sugerir en lugar de explicar. Con el tiempo
han llegado otros maestros. Con Onetti me parece que la prosa en castellano ha
llegado a una cima muy alta. La inteligencia y la pasión de Sor Juana no dejan
de fascinarme. Chesterton es el santo de mi mayor devoción.
¿A partir de qué
prácticas, reales o soñadas, construyó lo que se convertiría en su primera
publicación?
Desde muy joven tenía impaciencia por publicar. Me inspiraba
la idea de que mis palabras pudieran llegar a mucha gente, en lugares y tiempos
remotos, y que quizá serían significativas para ellos como eran para mí los
libros que leía. Con tres amigos de la universidad hicimos un librito de
cuentos cuya edición fue patrocinada por mi padre. Se llamaba Y vaya uno a
saber por qué. Fueron cien ejemplares que vendimos entre los compañeros. Pero mi primer libro fue Un tal Cortázar.
Como la facultad de Comunicación Social permitía hacer un reportaje extenso
como trabajo de grado, dediqué cerca de un año a investigar y a escribir la
biografía de mi ídolo de aquel tiempo. Después supe que fue la primera
biografía de Cortázar que se publicó. Hasta entonces había escrito cuentos de
manera informal, silvestre. Pero cuando estaba en los capítulos finales de Un
tal Cortázar supe que pasaría el resto de mi vida escribiendo.
¿La realidad ha
superado la ficción de sus obras?
Parece un lugar común, pero es cierto. No hay que inventar
nada. La realidad es abundante y lo que el escritor debe hacer es darle forma,
construir sus relatos a parte de esa materia prima inagotable. Esto es más evidente cuando se trata de
novelas históricas, crónicas o biografías; pero también es cierto para los
textos más imaginativos. Me ha ocurrido con frecuencia que aquello que los
lectores encuentran más exagerado en mis novelas es aquello que ocurrió en la
realidad. En El origen del mundo, la novela que ganó el Premio
Bicentenario en México, hay un niño que juega con un violín Stradivarius y con
una cabeza reducida del Amazonas. Nadie me cree que en algún momento tuve esos
juguetes. Igual ocurre en El país de los árboles locos, donde todo el
proceso de investigación fue similar al que hago con los textos periodísticos.
Con el tiempo he descubierto que la literatura es un espacio para las verdades
del corazón, de las que hablaba Faulkner, y que lo que uno está haciendo
–escriba lo que escriba– es su crónica vital: la de sus experiencias y
encuentros, la de sus lecturas y ensoñaciones.
Santa María del
Diablo, la novela que lanzará en la
Feria del Libro en Bogotá, cuenta la historia de Santa María de la Antigua del
Darién, la primera ciudad fundada por los españoles en Tierra Firme. ¿Qué es
realidad y qué es ficción?
Hace veinte años, cuando vivía en Cartagena, uno de mis
lugares favoritos era la Biblioteca Bartolomé Calvo, que está en el sector
antiguo de la ciudad. Ahí encontré una historia del Urabá antioqueño, con mucha
información sobre Santa María de la Antigua del Darién. La historia me pareció
fascinante. En un solo pueblo estaba condensado el encuentro de los dos mundos.
Había también unos episodios que parecían concebidos por una mente delirante:
una peste de modorra, gestos enloquecidos, violencias desatadas. Me pregunté
por qué nadie había escrito esa novela en la que no era necesario imaginar nada.
Tardé veinte años en materializarla, porque sabía que, antes de poder contar la
historia, tendría que leer los miles de páginas que constituyen la Historia General y Natural de las Indias,
de Gonzalo Fernández de Oviedo. Oviedo me interesa muchísimo como escritor y
como persona. Sus contradicciones lo humanizan. Su crónica es monumental y, sin
embargo, no descuida los detalles menores.
En Santa María del Diablo procuré inventar muy poco. Quiero que
el libro tenga también el valor del documento histórico. Lo que hice fue darles
dimensión narrativa a hechos que a veces los cronistas cuentan de manera muy
breve. Si un monstruo marino devoró una embarcación, yo traté de darle vida a
ese episodio. En el caso de la peste de modorra traté de entender y expresar
esa curiosa tragedia en la que más de setecientas personas murieron
literalmente “de sueño”. Se quedaban dormidos con un sueño tan pesado que se
morían de hambre. En ocasiones tuve que poner nombres a personajes que en los
relatos no lo tenían. Pero quien lea el libro puede saber que los hechos
históricos tienen siempre una base documental.
¿Qué es la crítica para usted? ¿Le ha ayudado,
le ha frenado, la práctica?
La crítica debería ser una lectura atenta, justa, informada,
que ayude a los lectores a apreciar una obra. Pero no creo que haya mucha
crítica en Colombia. Hay vínculos comerciales entre los medios y las grandes
editoriales. Hay nombres y libros que se inflan e imponen sin que muchos se
hayan tomado la tarea de leerlos. Hay
reseñadores de contraportadas. He tenido
la suerte de dar con algunos buenos críticos de mis libros, aquellos a los que
uno les agradece incluso las flaquezas que señalan. También ha habido críticas malintencionadas.
Pero en general ha habido una ausencia notable de crítica. Colombia sigue
siendo un país centralizado. Un pequeño grupo de personas y de medios bogotanos
decide qué es la literatura nacional y tiene la tendencia a ignorar lo que se
hace en las provincias. Si no les rindes pleitesía te ningunean. Confieso que a
veces esa actitud puede ser frustrante. Uno sospecha que algo anda mal si recibes
un premio de novela en un país con tanta tradición literaria como México y
ningún medio bogotano registra la noticia. Pero la mejor manera de disolver la
frustración es escribiendo. Yo mismo
hago reseñas literarias de autores poco apreciados. En un periódico de Medellín
escribo una columna titulada Relecturas, donde me dedico a rescatar libros
que la gente desconoce o ha olvidado por
andar persiguiendo novedades.
“La mayor satisfacción”
De su primer libro a
su más reciente obra, ¿cuáles han sido las mayores satisfacciones?
La mayor satisfacción es el acto mismo de escribir. Desde el
principio pensé que ser escritor no es una profesión sino una actitud: escritor
es el que escribe. De mis maestros he aprendido que no hay que conformarse con
ser mediocres, que hay que trabajar cada frase como si fuera a perdurar. Los
premios han ayudado, porque estimulan, nos dicen que vamos por buen camino,
facilitan las cosas. Pero me quedo con las satisfacciones íntimas, casi
secretas: ese mensaje electrónico de un lector agradecido, ese muchacho que
empieza a traducir tus libros sin que nadie se lo pida, ese trino de Twitter en
que una jovencita les dice a sus amigos que de cumpleaños quiere todos mis
libros.
¿…Y alguna decepción?
En el caso de Santa María del Diablo, me decepciona
observar que nada ha cambiado desde hace quinientos años. Cambian los nombres,
los protagonistas, pero la esencia de los hechos sigue siendo la misma: unos
pocos que abusan de la mayoría, crueldades sin fin, mentiras e intrigas. A
nivel personal, la decepción ha sido que mi padre no haya visto lo que he
hecho. Fue asesinado cuando yo tenía veinte años. Aquello me marcó, reaparece
en varios de mis libros. La muerte de mi padre me dio una consciencia muy clara
de mi propia mortalidad. Me recuerda constantemente que no debo perder
tiempo. La escritura ha sido mi
venganza, mi antídoto contra la muerte y el olvido.
¿Cómo pasas de un
libro a otro? ¿Hay un tiempo, mental o real determinado para que aparezca una
nueva publicación?
Siempre estoy trabajando en varios proyectos. Digo en broma
que quiero escribir cien libros, para ganarle a Chesterton. Voy mal. A mí edad, y sin computador, él ya
iba por los cincuenta. Yo apenas tengo un poco más de veinte. Los libros van
avanzando poco a poco y, de pronto, hay uno que empieza a exigirme más
atención, siento que ha llegado el momento de terminarlo. Entonces trabajo en
ese libro con mucha intensidad. Mis libros suelen tener una gestación larga. Morir
en Sri Lanka, la novela que el año pasado quedó finalista del Premio
Herralde, me tomó quince años.
Los públicos y el autor
¿La relación con sus
lectores cómo la siente?, ¿le impulsa o le marca hacia una forma determinada de
escritura y el abordaje de temas específicos?
Siento que he venido encontrando un público lector que sigue
y aprecia lo que escribo. A través de mi blog mantengo una comunicación
permanente con ellos. Eso me parece más
valioso que ser conocido como resultado de estrategias de mercado y relaciones
públicas. Nunca me ha gustado ser una persona pública. Las presentaciones, las
ferias, son momentos excepcionales. Lo natural es estar a solas, escribiendo. Además
de darme felicidad, la literatura ha sido el espacio de mi libertad. Por eso he
evitado ser un producto comercial. Nunca he sentido que los temas vengan
impuestos por los lectores. He gozado de completa libertad en la elección de
mis enfoques. Tengo muy claro que no
escribiría, por ejemplo, novelas sobre la violencia colombiana contemporánea.
Creo que la vida no va a alcanzarme para los proyectos que tengo en mente.
Desde el universo
propio que conforma su obra literaria, sus creaciones, ¿piensa usted que ha
contribuido a una mejor sociedad? ¿Cómo?
Creo que hay algo de delirio en quienes creen estar
dirigiéndose a países o a continentes. Cuando estaba en El Universal me
inventé un alter ego, el viejito Wenceslao Triana, quien escribía columnas de
opinión y siempre se dirigía a “sus dos o tres lectores”. Creo que entre mis dos o tres lectores he
podido insistir en el hecho de que la sociedad y el mundo mejoran a partir de
decisiones individuales. He dicho que cada uno está a cargo de ese pequeño y
enorme reino que es su vida, donde a la vez es vasallo y soberano. He insistido
en que es preciso interrumpir el círculo vicioso de la venganza y la violencia.
Me he revelado contra la deshumanización, contra el desprecio por la vida.
“Enseñar es escribir cantando”
¿…Y desde las aulas
qué? ¿Esa experiencia académica ayuda a su proceso de escritura o lo frena?
¿Por qué?
Enseñar es escribir cantando. Se siente una gran alegría
cuando los ojos brillan y sabes que has
logrado ofrecerles a tus estudiantes una nueva manera de ver y apreciar el
mundo. La soledad de la escritura puede
ser perniciosa. Enseñar me da equilibrio, me pone en contacto con las nuevas
generaciones, me nutre de historias.
Dudo que pudiera dedicarme a la escritura de manera ininterrumpida.
Necesito ese contacto a tierra, esa energía y esa frescura que me ofrece la
enseñanza.
En una reciente
entrevista, el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa dijo que “confundir cultura con información
es equivocado. La cultura siempre fue y será elitista”. ¿Qué opinión le merece
esta afirmación?
La frase de Vargas Llosa está probablemente influida por el
ensayo de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Quizá utilizó la palabra elitista para
generar polémica; porque, en nuestro tiempo, la palabra élite suele tener una
connotación socioeconómica. Estoy de
acuerdo en que nos estamos perdiendo en la trivialización. Lo que hoy se llama
literatura pasa de moda en menos de seis meses. Muy pocos compran libros o los prestan
en bibliotecas y son mucho menos los leen. Hoy pasamos, en cuestión de minutos,
de la militancia de moda a embobarnos mirando videos de gatos o el color de un
vestido. Estamos en la época de los linchamientos virtuales. Nos vamos quedando
sin criterio y sin memoria. En medio de esa trivialización general, es necesario
hacer un gran esfuerzo para seguir despiertos, activos, pensantes, y son pocos
los que hacen ese esfuerzo.
“La lectura y la escritura son actos
íntimos”
¿Las ferias de libros
son tan importantes cómo se perciben o se han convertido en un espectáculo más?
Son un espectáculo que refleja nuestro tiempo. Uno no se
imagina a Cervantes o a Joyce en una feria de libros. Las ferias contribuyen principalmente
a dar ganancias a las grandes editoriales. Pedro la lectura y la escritura son
actos íntimos, diálogos de silencio. Estamos llegando a un tiempo en que
quieren convertir al escritor en una atracción de feria (como la mujer con barba
o el faquir tragador de espadas). Imagino que este año vamos a quedar saturados
de Macondo y García Márquez. Personalmente, si no hubiera leído antes a García
Márquez, no creo que hoy lo leería. En principio no leo a los autores
contemporáneos. Nunca he estado
interesado en autores de moda. Como si eso fuera poco, en las ferias abundan
los escritores, que no suelen ser una muy buena compañía. Consciente de la
contradicción en la que caigo, tengo que decir que entre los escritores hay mucho
de vanidad, de farsa, de fatuidad. Creo, como Patricia Highsmith, que no hay
que tener amigos escritores. En el caso
colombiano, el éxito y la fama de García Márquez ha hecho que muchos quieran
publicar libros, no por vocación o por pasión por el oficio, sino porque
quieren ser famosos, codearse con celebridades
y aparecer en las páginas sociales.
Al lado de todo eso negativo, las ferias también propician
el acto hermoso y simple de reunirse con un grupo de amigos a compartir la
alegría de haber publicado un libro. Siempre que publico algo nuevo pienso en
el niño que fui, en su sueño de ser escritor, y me dedico a darle vida a su
alegría. Una feria de libros es también una enorme librería y, si uno es
paciente y agudo, es posible que en medio de tanta cosa se encuentre joyitas
que de otro modo no habría encontrado.
…Y no podemos dejar de hablar del Nobel
Gabriel García Márquez. Recordemos que
usted escribió el libro ‘Un ramo de nomeolvides’. ¿Cómo fue su relación, su
experiencia, su sentir con los libros y
la obra del ‘Hijo del Telegrafista’ de Aracataca?
García Márquez ha sido un modelo a seguir, no tanto por los
temas como por la entereza con que asumió su oficio. He leído sus libros lupa
en mano para aprender la carpintería de la escritura. Tuve el privilegio de
estar en el lugar indicado en el momento indicado para escribir un documento
que resumiera la rica experiencia de García Márquez en Cartagena. Tuve la
suerte inmensa de conocerlo, de hablar con él y de saber que llegó a leer
algunos de mis libros y le gustaron.
Desde que escribí Un ramo de nomeolvides he pensado que uno debe
hacer sus libros tratando de que estén a la altura de los maestros que admira.
La última vez que vi a García Márquez fue en 1997, en Barranquilla, durante un
taller de narración periodística. Siempre viví pendiente de sus noticias.
Siempre me sentí unido a él por un vínculo afectivo. Viví su muerte como una
pérdida personal. A veces hablamos en sueños. Cuando escribía Santa María
del Diablo, soñé que me hablaba al oído y me regaló una frase. Salté de la
cama a escribirla antes de que se me olvidara.